7.- Una noche de Feria en La Calle

ANTONIO E. MONTIEL GARCÍA.

Para aquellos de ustedes que no conocieron La Calle, he de decirles que las ferias eran estupendas, un poco diferentes de los carnavales, pero la gente se lo solía pasar muy bien. Nunca tenía problemas con nadie, pero en la feria, desde hacía muchos años siempre ocurría lo mismo. Enfrente de mi casa se montaba una tasca, la de la Samaritana, y con sus mesas ocupaba toda la calle y, claro, una vez abrió sus puertas La Calle, ocurría lo mismo, querían ocupar toda la calzada con sus mesas, y no me dejaban sitio para poner ni una. Al final llegábamos a un acuerdo y compartíamos el espacio que había. Yo sacaba dos o tres bancos de los que tenía en el pub y los ponía en la acera para mis clientes, y estos, se tomaban un gin-tonic o un cubalibre con un montadito de lomo o un plato de magra a la plancha que pedían en la tasca, decían que era lo normal.

Allá por el año de nuestro Señor de 1990, recuerdo que una noche de feria vino a cantar en el auditorio Gabriel Celaya el grande que fue y será siempre Camarón de la Isla (por cierto, cantante o, mejor dicho, cantaor, al que descubrí ya tardíamente). Aquella noche fue especial en muchos sentidos, no por el ambiente que había, ya que el local estaba a rebosar, sino por la calidad del mismo y por como terminó la noche, aunque la verdad, no lo recuerdo muy bien. Nunca he visto a tantos gitanos juntos, todos educados, correctos, amables y con mucha pasta para gastar. Lo recuerdo como si fuera ayer, todos con “pelucos” de oro, dos o tres sortijas también de oro, colgantes de un tamaño considerable, y medallas al cuello del mismo metal, elegantemente vestidos para la ocasión (traje la mayoría de ellos) y con una sed de gin-tonics de Tanqueray increíble.

Todos dejaban propinas, pero no cualquier propina, eran propinas de cuatrocientas y quinientas pesetas de la época, una burrada por aquel entonces. Llegaban, pedían “el golpe”, te dejaban un billete de mil pesetas en la barra y decían que nos quedáramos el cambio. Como en el Circo Price, “lo nunca visto”.

Aquella noche de veinticinco de agosto, el auditorio se llenó a rebosar, ya que vinieron a ver al maestro gentes de toda la geografía nacional. No eran fans, eran mucho más que eso, creo que sentían una necesidad interior superior de estar con él y acompañarlo allá donde fuera a actuar. Eran de otra pasta. El precio de las entradas era de mil ochocientas pesetas (venta anticipada) y de dos mil pesetas (en taquilla), pero aun siendo caro para la época, ya digo, allí no cabía un alfiler.

La OJE montaba una tasca junto al auditorio. El fin era recaudar dinero para sus actividades, especialmente, para la Cabalgata de Reyes. La verdad es que dicha cabalgata existe y existirá, gracias al esfuerzo, sacrifico y saber hacer de la OJE de Cieza.

La tasca estaba montada en la parte norte, entre la puerta principal y el escenario. Cristóbal (entonces presidente de la OJE) y un grupo de afiliados (Capi, Verdú, Ramón, Crispín, Carmelo Bleda, Carmelo Sánchez y algunos más) eran los encargados de la misma. Echaban un montón de horas de trabajo de forma altruista y siempre con una sonrisa en los labios.

Aquella noche, las previsiones no fueron acertadas, nadie se podía imaginar la cantidad de gente que acudiría. Tenían una idea aproximada, pero no se esperaban la cantidad de gente que podría asistir, y de hecho asistieron, a aquella “Cumbe Flamenca”.

Para empezar, diré que los “actuantes” se llevaron cuatro o cinco botellas de whisky y dos cajas de cerveza a los camerinos, debidamente pagadas al contado en la tasca de la OJE. Decían que era para ‘coger el tono’, cualquiera no coge el tono. Además, en la tasca, había cuatro o cinco filas de clientes pidiendo todo tipo de bebidas sin parar, y todo eso antes de empezar el concierto. Ante tal demanda, los chicos de la OJE tuvieron que ir por los bares y pubs de los alrededores pidiendo ginebra, cerveza, whisky y toda clase de licores. Fueron al bar Gran Vía, al A tope, al Nago’s, e incluso vinieron a La Calle y se llevaron todo aquello que quisieron. Claro, cuando me lo contaron, sentí curiosidad por ver el ambiente y me fui un rato a las inmediaciones del auditorio para respirar aquel bullicio flamenco…

¡Ostias!, cuando me asomé al auditorio, quedé alucinado. Había una humareda tremenda, parecía la niebla que envuelve Londres en sus días más tristes o la que refleja Conan Doyle en sus relatos sobre Sherlock Holmes: Todo el mundo fumando porros y más porros, y claro, no se veía a la gente desde la parte superior del auditorio. Una nube lo envolvía todo. El ambiente era especial, creo que se estaban preparando para entrar al Nirvana (iluminación que una persona puede obtener en esta vida). Ni qué decir tiene que yo también me ‘iluminé’ un poquito. Al poco rato y con mi iluminación, me fui a La Calle, ya que no quería dejar mucho tiempo solo a mi hermano Juan Carlos en el local (por lo del ambiente de calidad, claro). Aquella noche no pude ver al maestro, pero entiendo que tuvo que ser una noche memorable, entre otras cosas, por eso de ‘la iluminación’.

Nada más llegar a La Calle desde el auditorio, mi tía Paca me dijo que tenía que subir a mi abuela Manuela. Me explico: mi tía Paca vivía enfrente de La Calle y mi abuela Manuela (la cual estaba impedida en una silla de ruedas) vivía con ella. Por las mañanas mis primos la bajaban de la primera planta al salón, pero al llegar la noche, desaparecían como por arte de magia y entonces mi tía Paca cruzaba la calle para pedirme que la subiera. Evidentemente, yo no podía hacerlo solo y siempre demandaba la ayuda de algunos amigos y/o clientes.

Aquella noche, mi clientela de confianza estaba ‘exquisita’, creo que igual o mejor que los del camerino. Les expliqué lo que sucedía a Raúl (en gloria esté), Macarrés, Petete, el Colorao, Maiche, y a mi hermano. Raúl, que también iba algo ‘iluminado’, empezó a gritar:

  • ¡Porte!, ¡porte!, ¡vamos a echar un porte con la abuela!

Cruzamos todos los mencionados anteriormente y alguno más que se agregó a casa de mi tía Paca. Mi abuela se puso contentísima al ver a tantos hombres juntos. Nos decía:

  • Que guapos y buenos mozos vienen esta noche a subirme.

Claro, ella no sabía que iban todos a la par con los del camerino. Rápidamente, Raúl se puso al frente del equipo y empezó a gritar como un poseso y a dar órdenes sin parar:

  • ¡Macarrés!, coge de allí.
  • ¡Mayche!, tú en la parte trasera.
  • ¡Juan Carlos!, coge de la parte de abajo.
  • ¡Monty!, no te rías ¡ostias!

¿Cómo no iba a reírme? Íbamos todos ‘iluminados’ y subiendo a mi abuela en su silla de ruedas por las escaleras. Ella que se había dado cuenta del ambiente. Se puso a gritar:

  • ¡Paca!, ¡Paca!, ¡que estos me matan!, ¡que me van a tirar por las escaleras!

Aquello me dio por reírme todavía más y, claro, me flaqueaban las fuerzas debido a la risa, y a los demás les pasaba lo mismo. Ya que con los gritos de Raúl (dando las ordenes de como teníamos que torcer y de todo lo que teníamos que hacer), se mezclaban los chillidos de mi pobre abuela reclamando la ayuda de su hija.

Al final, pudimos subirla por las escaleras y la dejamos sana y salva en su habitación, y ella nos dio las gracias por todo, pero como había vivido lo suyo, dijo que otra noche nos tomáramos dos cafés antes de hacer el porte, como decía Raúl.

Aquella noche cerramos a las tantas. A última hora nos dio hambre y fui a comprar diez o doce gofres al Fleki (descanse en paz). Nos los comimos de un tirón y, al cabo de un rato ‘aquello’ empezó a demandar gin-tonics de forma tremenda. No logro recordar como terminamos aquella noche, pero creo que muy bien no lo hicimos.

Así transcurrió aquella noche de feria de 1990, una noche de fiesta como otra más, pero con la salvedad que fuimos el punto de encuentro nacional para ver al que fue y será siempre el gran cantaor de flamenco, Camarón de la Isla.