MARTA SEMITIEL GIMÉNEZ
Quien no añora su niñez es alguien que vive una y muere dos veces. Me lo recuerdan todos los textos que he escrito y todos los escritores a los que leo. El limonero ancestral de Alberti, la luz levantina de Miró, el cuarto de atrás de Matute, la lluvia de Neruda, el último verso que se encontró en el bolsillo de Machado, la cita magistral y anodina de Lorca: “toda mi infancia es pueblo”, nos ha jodido, y la de quién no… Los que alguna vez se han dedicado a la contemplación suelen darse cuenta: la vida es un billete de ida. Por ello, tal vez, se evoca con nostalgia ese inicio del viaje, pero que la melancolía no distraiga lo importante: la vida es un billete de ida. Me lo recuerda casi a diario la imagen sinestésica e inmovilista de nuestra vega, la altiva y caprichosa jorobada que la preside, su silueta inigualable que nos define y nos mantiene como a insectos, orbitando hacia ninguna parte, siempre a su alrededor. La vida es un aller simple, pero a veces nos complace complicarla, dar vueltas sobre nuestro eje, perder ese tiempo cuyo paso inadvertido tanto nos asusta. Se escribe aller simple, se pronuncia ‘aler sample’ y significa billete de ida, pero la traducción literal es ida simple. En las máquinas expendedoras de tiques de metro la llaman billete sencillo, porque lo sencillo es ir para no volver. ¿Alguna vez lo han dicho ustedes, eso de estoy por tomar un camino, o el día que me vaya no vais a verme el pelo, o aquello de me voy a por tabaco? Somos estúpidos, verdaderamente. Hace tiempo que a algunos el pelo no se nos ve: vamos cada día camino del estanco. Quizá nos cuesta advertir que la vida es un aller simple porque cada año se nos repite, “como la historia y la morcilla de mi pueblo”, que diría Angelito González, o como las estaciones, que todo lo tornan del verde al bronce. Este curso he tenido la suerte de seguirlas todas en nuestro edén ciezano, tan de cerca que mi colección personal de fotografías mentales ha llegado casi al límite de su capacidad. Como ascuas en la retina de la memoria tengo grabada la tierra oscura que parece dormir bajo los despojos del otoño, las ramas esqueléticas que distraen la atención de nuestra desnudez al revestirse de varas de medir, las humaredas esporádicas que se comportan cual veladura migrañosa en nuestro cielo, el sol cegador que se sitúa sobre la chepa de nuestra Atalaya en invierno, el letargo del río cuando no es atractivo para nadie, más que para la tierra, los atardeceres sombríos y tempraneros. He visto también venir de lejos a los primeros capullos que habrían de ser las primeras flores tímidas e intrépidas, el marrón suave del suelo en primavera, anhelante de esas hojas que necesariamente han de caer y alimentarlo. He visto los campos rosados y los insultantemente fucsias. Sin embargo, la mejor lección que he sido capaz de extraer de toda esta contemplación vino después, en ese paso semiestacional inefable, cuando ya no es primavera pero todavía no es verano: estar verde no es sinónimo de inmadurez ni de inexperiencia. Verde es haber florecido antes con la presteza que otorga el sol. Verde significa que, en este aller simple, ya hemos sido belleza fugaz, flor frágil y explosiva. Verde es la antesala del fruto, que imperativamente ha de crecer durante meses antes de ser fruto. Por eso verdes deberíamos querernos. A los demás y a nosotros mismos. Tan verdes como las primeras y las últimas hojas de esa higuera imperial que yo tengo en la mejor esquina de mi huerto prestado y que me traslada a aquella otra higuera en la que mi niña pasaba las horas encaramada a la rama más gruesa, fingiendo tener una casa en el árbol que jamás hubiera sido tan imponente como la de su ingenio. En estos tiempos, ya hasta el fruto ha pasado, compatriotas. Ya quedaron archivadas también las instantáneas de los campos moteados con esferas color naranja ácido, naranja colorado, melocotón maduro que se te resbala raudo entre los dedos, mordisco que lo exprime y jugo asustadizo por tu antebrazo. ¿Y qué viene después del fruto, después de las siestas cerradas a cal y canto? Sí, viene la feria, otra pseudoestación indescriptible con la que damos, entre otras cosas, fin al estío… Así que felices fiestas, amigos, feliz viaje de ida hacia donde sea que vayáis u os lleven, o como indicaba aquel verso frugal en el bolsillo ya inerte de Machado, feliz aller simple hacia “esos días azules y este sol de la infancia”, que sin duda serán verdes y con una montaña corcovada en el horizonte de nuestra memoria.