Pascual Gómez Yuste, es redactor en la página web del Ayuntamiento de Cieza

La vida se ha desdibujado. Al menos la forma de vivirla no es la misma. Lo que antes era para la mayoría de las personas despreocupación e ilusión ahora es responsabilidad individual y distancia social. La esperanza es, para estos tiempos de pandemia, una opción y no una condición necesaria. Pero no es una opción para la vida. Es una condición necesaria para la vida que nos gustaría vivir. Y por eso la esperanza, a diferencia de otros estados de ánimo, es un valor. Es tan importante para la vida como la bondad y la verdad. Imaginar un mundo sin esperanza es como imaginar la vida sin bondad. Es algo que nadie querría vivir.

Con la suspensión de la Feria y Fiestas en honor a San Bartolomé, algo que ya ocurrió en los años 1688-89, 1719, 1804-05, 1854, 1884-85, 1890, 1897 y 1936-38, se ha removido dentro de mí, cuando ya lo creía sepultado para siempre, el niño que fui. Allá en los desvanes más dormidos de la memoria todavía permanecen incólumes aquellos recuerdos, sensaciones, sabores y olores de las fiestas patronales, que marcaron mi infancia y juventud. Aquellas vivencias asociadas a esos días tan señalados me inspiraron un amor indeclinable por mi pueblo, que me ha acompañado desde entonces como una supervivencia de la infancia y la juventud. 

Imagino a una niña que mira por la ventana en la mañana atípica del 24 de agosto de este año sin la diana musical a cargo de la Banda Municipal de Música bajo la dirección de Ginés Martinez Morcillo. Y esta pequeña va exhalando nubes de vaho por su boca en el cristal. Estas palabras son como esas nubes, esos momentos de sueño en una realidad que es distinta. No hay virus que nos puedan impedir soñar. Por mi profesión he visto el trabajo duro, el coraje de la gente, la valentía para vivir en condiciones penosas y aún reír con toda el alma. Los ciezanos quieren un futuro y cuando sueñan, forman ríos de esperanza. 

Un 23 de agosto sin el pasacalles del Tío de la Pita, con sus gigantes y cabezudos; sin el castillo de fuegos artificiales, un día de San Bartolomé sin la misa huertana, sin el bullicio de las verbenas en la Plaza de España, sin tascas, sin puestos de turrón y ambiente por las calles. Los que cubrimos la actualidad local sentimos un pellizco de nostalgia. La histórica suspensión de las fiestas patronales convierte a este 2020 en un año excepcional, que ya forma parte de la historia de la ciudad. Sin embargo, tenemos los ojos puestos en las fiestas del año que viene. 

Los ciezanos tenemos la inmensa suerte de contar con una herencia, una riqueza y una tradición en torno al Santo Patrono del que debemos sentirnos orgullosos. Nos atraen sus actos religiosos como la procesión del 15 de agosto o la bendición de los campos por la misma razón que nos gusta sus actividades a lo largo del año: por su sentido de lo nuestro, que es capaz de acercarnos las raíces hasta hacerlas parecer parte de nuestra propia vida. Se trata del mismo efecto por el que siente que un lugar como la ermita del santo pertenece al paisaje sentimental aunque nunca la haya pisado, y cuando al fin camina por su interior se reconoce en un lugar familiar que se antoja mil veces recorrido. 

Hace falta recuperar cierto orgullo por lo nuestro y profundizar en su conocimiento. La realidad es que podemos reivindicar el valor de nuestros ancestros, luchar por la conservación de unas tradiciones propias y genuinas, de unas expresiones y costumbres, sin que ello nos conduzca a ningún tipo de exclusividad. La devoción a San Bartolomé de este pueblo no sería lo que es hoy sin la labor casi heroica de los que abrieron camino a través de la Hermandad de San Bartolomé. Y esta institución ciezana tan presente en nuestras vidas siempre ha buscado que la gente use lo bueno del pasado para encontrar lo mejor del futuro. 

Para quien como yo ha dedicado una parte de su vida a la información local, no puede caber mayor gratificación que el verse invitado a colaborar con el blog de esta hermandad, siendo yo elegido por algo para mí tan natural como es el de expresar mi compromiso permanente con mis vecinos y mi ciudad. Este artículo tan solo aspira a ser voz de quienes hoy, muchos o pocos, no encuentran a quien hable por ellos, máxime cuando de un tiempo a esta parte hablar de Cieza es un orgullo. La Cieza de la que hablo no es la descripción de un lugar donde simplemente se nace y se vive. La Cieza de la que hablo es la justa, la obligada y la necesaria reivindicación de los hombres y mujeres que juntos aquí conformaron una larga historia compartida.

Pocos días antes de que Tomás Semitiel me diera la gran alegría comunicándome que me habían elegido para escribir este texto, alguien me decía que la hermandad iba a comunicar una serie de actos en sus redes sociales. Al escribir estas líneas no puedo menos que manifestar mi deseo de poder conocer la programación que ha preparado el colectivo que preside Gema Sánchez; contengo mi interés y mi curiosidad. Somos muchos los que pensamos que sus miembros son quienes mejor representan el compromiso personal con Cieza. Es un caso singular de generosidad, amor a la tierra y de activismo local en campos tan diversos como el cultural, el costumbrista, el religioso, el asociativo y el de la solidaridad.

Todo lo que somos los ciezanos, todo lo que hemos sido a lo largo de los siglos, se compendia en ese ‘santico’. No solo somos lo que comemos, hacemos o pensamos. También somos lo que creemos. Y aquí estamos, unos y otros, orgullosos de nuestro pasado y emocionados ante nuestro futuro. Nos complace que estés, amable lector, con nosotros. Es un apoyo que siempre viene bien, pero sobre todo en tiempos tan difíciles como los presentes. En estos días, la dulzura convive con una amargura demasiado profunda para expresarla con palabras. Ya lo dijo en su verso inolvidable el compositor Juan Llovet, “cada vez que el viento pasa se lleva una flor”. La flor de nuestra memoria sentimental.

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